Genís de Diego presenta en la Fundació Arranz-Bravo Trémer fins que arribi la tempesta (Temblar hasta que llegue la tempestad), una exposición que toma como eje la incertidumbre, la fragilidad y la contradicción, no como límites, sino como modos posibles de estar en el mundo. La muestra se construye desde la duda —esa que atraviesa el cuerpo, el gesto y la imagen— para plantear una práctica artística que no busca afirmar, sino habitar lo inestable. Aquí, la pintura, la instalación y el dibujo se convierten en herramientas para registrar lo que tiembla, lo que nos atraviesa antes de que podamos nombrarlo.
Vivir en contradicción. Tal vez ese sea el punto de partida más honesto, desde el que la práctica de Genís de Diego cobra sentido. Una pintura que no se justifica desde la utilidad, ni desde el servicio, ni desde la promesa de transformación social inmediata. Aquí, la práctica no se levanta sobre certezas. Se sostiene, con cuidado, sobre dudas persistentes.


En el trasfondo de este proyecto subyace una reflexión profunda sobre la sostenibilidad de la práctica artística en la vida del propio artista. De Diego se plantea no solo por qué crea, sino cómo hacerlo de un modo que sea coherente con su salud, sus vínculos, su energía y su forma de estar en el mundo. Esta búsqueda de sentido se entrelaza con un proceso de reconexión corporal: dejar de habitar una identidad construida únicamente desde la razón y abrir espacio a lo que el cuerpo siente, percibe y transforma. Lo que comenzó como una toma de conciencia personal se convirtió en parte esencial del proceso creativo, y, también, en un eje temático de la obra: atender al cuerpo no solo como herramienta, sino como lugar de conocimiento, conflicto y representación.
El cuerpo, más que un tema, es el eje transversal del proyecto. No el cuerpo idealizado o narrado, sino el cuerpo que percibe, que recuerda, que asocia, que falla. Un cuerpo como sensor de lo emocional, como superficie donde se imprime el paso del tiempo, del deseo, del miedo, de la frustración o del placer.
Su pintura se mueve entre la fluidez y la contención: lo reconocible y lo que se disuelve. En una obra, un cuerpo se confunde con ramas, carne y vegetación; en otra, una figura roja —animal, humana o fantasmal— avanza por un bosque estilizado con tensión contenida. Lo narrativo nunca se impone, pero tampoco desaparece del todo. Siempre hay algo por descifrar, aunque no sea necesario hacerlo. Los temas de estas piezas se deslizan por lo absurdo, la violencia, la belleza, el cansancio, la evasión; todo convive, superpuesto o suspendido.


También el humor, sutil, extraño, incómodo, se abre paso en la obra de Genís de Diego. Aparece como una tensión soterrada, una grieta por la que se filtra el desconcierto. No es un humor evidente, ni busca la risa inmediata; se instala en el lugar incómodo donde lo absurdo roza lo poético. En algunas piezas, ese humor se manifiesta a través del desfase entre forma y materia: un cuerpo que se derrite, un pie-bota que chorrea como si estuviera agotado de sostenerse, un gesto pictórico que se interrumpe justo cuando parecía cobrar sentido. Hay ironía, sí, pero también fragilidad. Una voluntad de no tomarse del todo en serio, incluso cuando lo que se pone en juego es profundo. Ese humor, lejos de diluir el conflicto, lo subraya: expone la contradicción de intentar dar forma a lo que por naturaleza es inestable.
Porque si hay una certeza en este proyecto es esta: que el arte no tiene por qué resolver. Pero puede acompañar. Y, a veces, incluso, hacer que lo inestable —lo tembloroso, lo que no encaja— se vuelva un lugar habitable.
