Inés Molina Agudo reflexiona en torno a un libro de cuentos, la 59ª Bienal de Arte de Venecia (comisariada por Cecilia Alemani, que se ha podido ver durante las fechas de 23 abril - 27 noviembre 2022) y la infancia
“Toda bebida dichosa es una leche materna.”
– Gaston Bachelard[1]
Imagina una casa, una habitación. Es una sala de juegos, y en las paredes hay pinturas, figuras animales un poco monstruosas, quizás humanas, como de ritual. Son trazos gruesos, negros, y de repente algún verde o azul. Hay también juguetes esparcidos por el suelo (una pelota de goma brillante, alguna muñeca, un puzle desmembrado, libros de cuentos). Intenta pensar cómo sería, cómo era aquella estancia en la que Leonora Carrington pintaba o daba forma a la leche de los sueños. La leche del sueño luego sería cuaderno y finalmente libro[2]. Un libro de cuentos o un reflujo, un efluvio. Es líquido y se concreta, se retiene en estas imágenes raras que son remansos.
Se preguntaba Breton en el primer manifiesto surrealista si no deberíamos utilizar el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida[3]. Pero no hay grandilocuencia en estas historias. No hay soluciones. Hablan de la cabeza que se desprende de un cuerpo y vuela, del niño que traba amistad con un cocodrilo terrible, de una dama blanca que viste de negro, de una niña enferma que come arañas. Son historias extrañas, siniestras, donde unos seres devienen otros seres, se juntan, se separan, se hibridan.
Cecilia Alemani escogió este libro de cuentos para titular la exposición de la 59ª Bienal de Venecia, que ha podido visitarse entre el 23 de abril y el 27 de noviembre de este año. The milk of dreams / Il latte di sogno. Alemani confiesa que recurre a menudo a la literatura para encontrar inspiración o constelaciones en sus proyectos. Y en las narraciones que Carrington prepara para sus hijos descubrió un “mundo mágico […] en el que cualquiera puede cambiar, transformarse, volverse algo o alguien; un mundo libre, cuajado de posibilidades”[4]. Alemani se había preguntado antes qué papel debía cumplir la feria de arte en nuestra convulsa coyuntura, y se propuso ofrecer imaginación, otros modos de coexistencia, posibilidades de transformación. Por primera vez en la historia de la Bienal, la mayoría de las artistas (más de doscientas) fueron mujeres o personas no binarias. Y entre ellas Carrington, con varias pinturas y los bocetos de leche expuestos en el pabellón central.
Plasmó estos cuentos en las paredes de su casa mexicana, pero ya pintaba la mansión familiar siendo niña en Inglaterra. A Carrington sus camaradas surrealistas la llamaban “mujer niña” (“femme enfant”). Acaso era una forma de ensalzar aquella frescura, su rebosante capacidad inventiva, su acceso a una experiencia inédita del mundo y las cosas. Hoy sin embargo podríamos pensar que es una forma de degradarla, de señalarla como criatura incomprensible mujer, íntimamente ligada a su universo emocional y a una imaginación desrealizada. Una niña que nunca maduró. Nunca disciplinada, nunca plenamente suya. Siempre necesitando de la mano adulta, de las palabras, de la mirada que terminara de sellar su capacidad de existencia.
La palabra “infancia”, del latín “infans”, denota una carencia esencial: el infante es aquel “que no habla, incapaz de hablar” y deja ver una invalidez. Más rica resulta la etimología griega, que se remonta a “paîs” el que recibe alimento; así como a “neîos”, novedad. En griego nos podría remitir incluso a una relación fascinante con el tiempo. Heráclito se refiere al niño como perteneciente al reino del “aión”, que a diferencia del “krónos” lineal, progresivo y productivo, designa el tiempo de la existencia, una plenitud que ocurre y se agota en cada momento del vivir[5]. Acaso la infancia sería todavía percibida como ese lugar de carencia, y sin embargo podría resignificarse como potencia del estar vivas, la expresión desnuda del ser hoy aquí y acogerlo todo.
Resulta significativo deslindar estas miradas tan distantes hacia la infancia, y después volver a Carrington siendo oráculo infantil, pensar que la última Bienal de Venecia se tituló como un libro de cuentos para niños. Olvidamos demasiado a menudo que la infancia alberga posibilidad y mirada abierta. Quizás hoy, tan necesitadas de otras maneras, deberíamos volver a recordarlo y por eso la Bienal. Esta posibilidad infantil era algo que ya consideraba Breton, de nuevo, en aquel primer manifiesto:
En la infancia, la ausencia de toda norma conocida ofrece al ser humano la perspectiva de múltiples vidas vividas al mismo tiempo; […] sólo le interesa la facilidad momentánea, extremada, que todas las cosas ofrecen. Todas las mañanas, los niños inician su camino sin inquietudes[6].
La alianza entre infancia y existencia plena, existencia lúdica, maleable y sorprendente, se desvela a menudo en los ejercicios surrealistas y especialmente en la obra de Carrington. Además, me pregunto quién no se sintió un poco niña, en el sentido de corazón abierto, paseando por las galerías de esta exposición, cuajadas de seres en transformación, aleaciones formales, magia o delirio. Recuerdo los dibujos fluídicos de Josefa Tolrà, las basuritas delicadas de Cecilia Vicuña, el cuerpo incendiado de Felipe Baeza, las diosas níveas de Nan Goldin, las poéticas naturales de Alexandra Cirici, las humanas-árbol de Rosana Paulino. Era la belleza de reconocer estas alucinaciones amarradas pero liberadas de sus coordenadas históricas. Y nosotras pudiendo atisbar casi todo, mucho junto, en aquellas galerías.
Ocurren a la vez, la infancia y el sueño. De nuevo, dice Breton:
La suma total de los momentos de sueño, desde el punto de vista temporal, y considerando solamente el sueño puro, el sueño de los periodos en que el ser humano duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad o, mejor dicho, de los momentos de vigilia[7].
Nos habla de una vida completada, compuesta de vigilia (o realidad) y sueño. Y yo me he referido antes a una forma de tiempo entero, rebosante, que sería el aión infantil. Así, infancia y sueño conviven de manera recíproca, pues esa infancia entendida como existencia plena necesita de aquello que ocurre en la otra mitad de nuestras vidas, aquella nocturna y secreta, como sepultada, que es el sueño.
Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de soñar? Preparando este texto descubrí que en italiano, como en latín, existen dos palabras distintas para nombrarlo: por un lado encontramos el “sommum” o “sonno”, que alude a un estado corporal de reposo, que sería el “dormir”; y por otro, el sueño como experiencia psíquica, “sommium” o “sogno”, también relativo a la alucinación, las visiones nocturnas, ajenas a la cotidianidad normativizada. En esta segunda acepción ubicaríamos también la capacidad utópica o creativa, en el sentido de figurar algo que no existe pero que podría existir. Cierto tipo de ficción, que es la que recoge Alemani a través de Carrington. Y si, como decíamos, existir “del todo” implica soñar, entonces son los niños, o la infancia como estado del espíritu, los que abrazan esta otra parte de la vida con más convicción y menos dudas.
En Carrington está también la imagen de la leche, la leche soñada, que nos despierta una sed. Anudada a connotaciones mamíferas, implica la capacidad de nutrir o ser nutridas. Es la madre ofreciendo alimento a sus hijos. Pero en este caso el alimento era el sueño, la capacidad de soñar como una emanación inesperada. A esto alude Gaston Bachelard en su libro El agua y los sueños, cuando examina las metáforas lácteas y su vínculo con la figura materna[8]. La leche sería el “alimento completo”, el nutriente esencial que desvela el gran inconsciente de la vida infantil, y que a su vez sería el primer sustantivo, la palabra nutricia que posibilita todas las demás.
Carrington había empezado a escribir historias en su niñez, especialmente cuentos de fantasmas y fábulas de animales. Estos funcionaban como ejercicios de evasión o fuga respecto a una situación familiar asfixiante. En el cuento de “La debutante” (1938), incluido al inicio del catálogo de la Bienal, Carrington cuenta cómo, siendo una niña, una hiena que conoce en el zoo la suplanta en un baile que celebra su familia, y para ello utiliza la cara de otra humana[9]. Es una historia también monstruosa, donde descubrimos cómo la artista desafía la disciplina familiar, característica de la alta burguesía inglesa, a través de la narración literaria. Acaso en su libro de cuentos Carrington no ofrece a sus hijos precisamente este alimento, la capacidad de ficcionar, imaginar con palabras e imágenes. Una capacidad que ellos, en tanto que niños, ostentaban y debían nutrir.
Pero no podemos olvidar el mal sueño, el sueño malo, la pesadilla. Carrington regala leche de sueño, y Francis Bartolozzi prepara dos décadas antes unos aguafuertes que llama “pesadillas infantiles”. Leche y agua. Pensé en Bartolozzi porque, como Carrington, también ilustró libros para niños, y parte de su trabajo artístico fueron historias. Y porque, como Carrington, ella celebraba el mundo infantil, mágico y lúdico. En sus “pesadillas”, Bartolozzi retrató el horror de la guerra civil española desde la perspectiva de la niñez. Descubrimos seres monstruosos, esta vez sin atisbos de ternura, ribeteados con esvásticas y garras amenazantes. Y en las esquinas inferiores vemos diminutos niños aterrados. Hay también en el mal sueño la capacidad de algo muy diferente al optimismo o la esperanza. Es la sublimación del horror, como en el peor arrebato fascista, engrandecido y desposeído de toda verdad, belleza o justicia.
Pero “¡todavía dibujan!”, así exclamado, fue el título del libro que recogía los dibujos realizados por niños durante la contienda española[10]. En el prólogo, Aldous Huxley expresaba la impresión que le causaba que aquellos niños tuvieran todavía el deseo de dibujar. Finalmente reivindicaba la imaginación como último reducto de autonomía y libertad. Sufrimos por los sueños, pero nos curamos también mediante los sueños[11]. Quizás la emancipación no pasa tanto por la consecución de una mayoría de edad moral e intelectual, en un sentido ilustrado. Mayoría de edad que denosta, una vez más, la experiencia de la infancia. Puede que, de hecho, la emancipación consista más bien en retomar gestos, miradas y sensibilidades propias de la niñez.
En su último libro, cuya portada muestra una obra de Cecilia Vicuña, artista ganadora del León de Oro a la Trayectoria en esta Bienal, Andrea Soto profundiza en una noción heterodoxa de emancipación. Siguiendo a Rancière, Soto afirma que no se trataría tanto de un despertar de la conciencia, sino más bien de una cuestión de tiempo y lugar. El dominado no tiene tiempo, dice Soto, y por tanto es necesario ejercer un cambio de posición (en el mundo) para poder recuperarlo:
La emancipación es sobre todo una capacidad de creencia; esto es, una capacidad de separarse materialmente de su ser-ahí -de su ausencia de tiempo- y tomarse el tiempo que no le pertenece para abrir otro tiempo, abrirlo materialmente. Esa apertura material es la que operaría el trabajo de la ficción desde la metódica del como si[12].
Practicar el “como si fuéramos”, el “como si fuera”, para ensayar el cómo será la vida plena. Es la noche de aquellos proletarios que escribían poesía, cuando no hay trabajo y todos duermen, haciendo algo para lo que no estaban destinados[13]. Algo que no se esperaba ni se deseaba que hicieran.
Aquí regresamos a la capacidad generativa de la ficción, la literatura, los cuentos, y a una experiencia temporal distinta. ¿Cómo sería una vivencia “aiónica” del tiempo y, por tanto, de nuestras vidas? ¿Esa vivencia “niña”? ¿Cómo esa plenitud rebosante? Escribe la artista Portia Zvavahera que todas dormimos, y por tanto todas soñamos[14]. Podríamos añadir que todas fuimos niñas, y que por tanto todas hemos experimentado esa fascinación soñadora hacia las cosas. Por eso este texto quiso ser, como la muestra de Alemani, una celebración de aquellas capacidades infantiles como el imaginar, el vivir de una manera menos previsible, más despuntada, que nos podrían acercar a la realización de la historia soñada.
NOTAS AL PIE
[1] Bachelard, G. (2011). El agua y los sueños. Ensayos sobre la imaginación de la materia. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, s.n.
[2] Carrington, L. (2013). La leche del sueño. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
[3] Breton, A. (2009). Primer manifiesto del surrealismo. En A. González, F. Calvo Serraller, S. Marchán Fiz, Escritos de arte de vanguardia, 1900-1945 (pp. 392-401). Tres Cantos: Akal.
[4] Papini, M. (2019). Cecilia Alemani interviewed by Marta Papini. En C. Alemani (Ed.). Biennale Arte 2022: The milk of dreams (p. 27). Milán: silvana editoriale.
[5] Kohan, W. O. (s.f.). “Infancia”. Diccionario Iberoamericano de Filosofía de la Educación. Disponible en: https://www.fondodeculturaeconomica.com/dife/definicion.aspx?l=I&id=79#:~:text=La%20palabra%20infancia%20viene%20del,una%20falta%2C%20imposibilidad%20o%20incapacidad.
[6] Breton, A. Ibid, p. 392.
[7] Breton, A. Ibid., p. 395.
[8] Bachelard, G. Ibid., s.n.
[9] Carrington, L. ([1938] 2022). The debutante. En C. Alemani (Ed.). Biennale Arte 2022: The milk of dreams (p. 27). Milán: silvana editoriale.
[10] Fernández-Fontecha, L. (2019). ¡Y todavía dibujan! Segovia: La uña rota. Quiero darle las gracias a Lola Hinojosa por esta referencia que me regaló cuando le contaba lo que quería escribir.
[11] Bachelard, Ibid. s.n.
[12] Soto Calderón, A. (2022). Imaginación material. Santiago: Metales Pesados, p. 126.
[13] Rancière, J. (2013). La noche de los proletarios. Archivo del sueño obrero. Buenos Aires: Tinta Limón.
[14] Weisburg, M. (2022). Portia Zvavahera. En C. Alemani (Ed.). Biennale Arte 2022: The milk of dreams (p. 346). Milán: silvana editoriale.
Imagen principal: detalle de Wayward (2021), Felipe Baeza. Tinta, papel recortado, grafito, cordel y acrílico en collage sobre papel. 167.64 × 121.92 cm. Colección Allison and Larry Berg. © Felipe Baeza. Courtesy Maureen Paley, London and La Biennale di Venezia, cortesía del artista.