El sueño del pintor

Nos acercamos a la obra del artista Antonio López (Tomelloso, 1936) desde su letmotivs.

“Quemaré el Partenón por la noche, para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca”

Carta de Federico García Lorca a Gerardo Diego (1923)

En la mítica película El sol del membrillo (1992), el cineasta Víctor Erice retrata a Antonio López —su persona, su entorno, su tiempo— y el proceso creativo que acompaña la gestación de una pintura. Durante el transcurso de su trabajo, pintando un membrillero que el mismo pintor plantó hace años, este habla con su amigo y, también artista, Enrique Gran, de cuando ambos estudiaban en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Durante la conversación entre los artistas, López rememora una frase que le repetía uno de sus maestros (más entero, más entero, le decía). Frase que en ese momento no entendió, pero que ahora formara parte de la base: maduro, Antonio, maduro; solidez, unidad en la pintura. En la misma película, el pintor de Tomelloso habla de un sueño que tuvo, el sueño de la pintura, en el que se veía a él mismo, emprendiendo la acción que ahora acomete: pintar un membrillero, el membrillero de su jardín.

“Membrillero” (1961), Antonio López. Óleo sobre tabla, 49,5 x 50 cm. © Antonio López.
“Membrillero” (1992), Antonio López. Óleo sobre lienzo, 105 x 119,5 cm. © Antonio López.

A lo largo del trabajo cinematográfico —que comienza a principios de octubre y termina en primavera, cuando los frutos vuelven a brotar— somos testigos, no solo del avance y maduración de la obra de Antonio (un dibujo y un óleo, además de las piezas que pinta María Moreno, artista y compañera de vida— sino también del ciclo vital del árbol: el crecimiento, la madurez y la caída de sus frutos El otoño madrileño se deja intuir en una luz cada vez más fría, introspectiva, menos dorada. Hacia la parte final de la cinta, Antonio recoge un membrillo —ya en diciembre— que ha madurado lo suficiente para caer al suelo.  El membrillo yace sobre la tierra, por su propio proceso natural de maduración, rodeado de algunas colillas que atestiguan el tiempo dedicado a la observación del árbol.

El sol del membrillo nos revela el método de López: lento, paciente, casi obsesivo. Posee en su mirada un ademán filosófico de la vieja escuela, de la observación exhaustiva, de la espera. Integrante del grupo del realismo madrileño, junto a artistas como María Moreno, Isabel Quintanilla, los hermanos Julio y Francisco López Hernández, Amalia Avia o Esperanza Parada, López dignifica lo cotidiano desde el profundo respeto a la realidad, impregnándolo de un misticismo silencioso, alimentado por la captura de la luz —una obsesión heredada de los impresionistas del siglo XIX. Las obras de este grupo no son odas a la simplicidad ni a la frialdad técnica: nacen del virtuosismo y la tenacidad. En una sociedad cada vez más veloz y desatenta, sus obras nos invitan a una pausa profunda, a contemplar la fascinación del presente que nos rodea sin buscar evasiones, como hicieron los románticos del XIX, aunque con menos exotismo y más placer inmediato.

Antonio López Torres, tío de Antonio y pintor, fue la persona que insufló al artista la magia de la pintura. Un verano en Tomelloso, un Antonio adolescente de 13 años creó una de sus primeras obras: un bodegón.

Este fervor marcaría el inicio de toda una vida dedicada a la pintura, hecho que en palabras del propio López, es todo un triunfo. Siguiendo la pista de sus trabajos, atisbamos la importancia crucial que el paisaje tiene como leitmotiv en su pintura, especialmente, desde que pinta sus primeras obras sobre Madrid: Madrid (1960), Madrid desde Capitán Haya (1987), Atocha (1964) o Vallecas (1977-1980) o la mítica Gran Vía (1974-1981). Pinta Madrid, Tomelloso, su jardín, a su mujer y gran inspiración, Mari, a sus hijas, su membrillero. López es testigo de las grandes transformaciones de la urbe, que captura con su pincel y sus cuadros.

La cuarta acepción del DRAE sobre oficio nos arroja cierta luz sobre la fig En todas sus intervenciones públicas, López exhibe una tenacidad que revela no solo amor por su oficio, sino una necesidad vital. Sus paisajes, los ciclos de la ciudad, el crecimiento de sus hijas, la maduración de los frutos, las pérdidas: todo se convierte en un canto silencioso al tiempo. Los paisajes madrileños, los cambios de una urbe en eclosión constante, el crecimiento de sus hijas, la maduración de los frutos, las ausencias: todo se convierte en un canto silencioso al tiempo.

Dice Annie Ernaux en Los años (2008) que Desaparecerán todas las imágenes. (…) Todas se desvanecerán de golpe, como lo hicieron los millones de imágenes que estaban tras las frentes de los abuelos muertos hace medio siglo, y de los padres, que han muerto también. Imágenes en que éramos chiquillas entre otros seres que desaparecieron antes de que naciéramos nosotras, de la misma forma que se hallan presentes en nuestra memoria nuestros hijos, de pequeños, junto a nuestros padres y nuestros compañeros de colegio. Y, sin embargo, si algo permanece, son precisamente esas imágenes. En la obra de Antonio López, las imágenes no solo sobreviven: conquistan el tiempo y devuelven un testimonio íntimo y universal de lo que somos y de lo que fuimos.

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