Roberto Diago

Solo show del artista cubano en la Galería Artizar.

El concepto del tiempo, retratado y retraído por doquier en la historiografía del arte, resuena ahora en este contexto diferente. De la verdad y el tiempo es la exposición individual del artista cubano Roberto Diago (La Habana, 1971) en la sede canaria de la Galería Artizar[1]. Esta muestra —con texto curatorial de Octavio Zaya[2]— nos enseña una verdad: una mirada fractal que dialoga con su propia herencia, dictando y continuando un legado fértil y vivo; un tiempo quebrantado en su sentido lineal, para romperse en una polifonía disonante y alterada.

La obra de Diago no es neutra. Es ácrata, conveniente, áspera. En sus modos y en sus formas, maderas calcinadas, metales oxidados, textiles desechados y cuerdas recicladas [3] son sus materias primas, los cuales utiliza en un lenguaje mestizo, afrocubano, destilado y complejo, en una suerte de barroco americano al que se refería Alejo Carpentier.

La rudeza de los materiales no es un mero gesto estético, sino un testimonio de memoria(s) que persisten en su existencia tras la fractura histórica. La madera calcinada y el metal corroído no son solo objetos despojados de contenido en esta muestra monográfica: se erigen aquí como vestigios que hablan de genealogías marcadas por la opresión y la resistencia. Diago, consciente de esta materia heredada, habla con la figura de Roberto Juan Diago Querol (1920–1955), una voz pionera del movimiento afrocubanista [4], cuya influencia ético-artística aporta una huella innegable en su pensamiento y creación. Cada una de las piezas se convierte en un arkheion latiente y doliente de la identidad nacional cubana, alejada de la historia oficial.

"Sin título" (2025), ROBERTO DIAGO. Bronce, 60 x 43 x 29 cm. Cortesía del artista y la galería.

El tiempo al que Diago invoca es circular, insistente y denso, y está cargado de resonancias de cicatrices, huellas y heridas [5], de una verdad doliente que, según Zaya, se relaciona con la esclavitud. Sus instalaciones pictóricas, expandidas y cubiertas por superficies rugosas y materiales heridos, nos transportan a un pretérito inacabado y a un presente marcado por la persistencia de la violencia interhistórica. La exposición De la verdad y el tiempo nos obliga a observar la continuidad de un dolor transmutado en resistencia poética material, en una temporalidad expandida donde recuerdo y proyección yacen entrelazados en capas de historia.

En esta tensión que surge en la exposición, el gesto del creador cubano adquiere una dimensión marcadamente ritual, casi de reparación. Diago construye espacios de resistencia simbólica que se apoyan en la aparente fragilidad de sus materiales, recuperando no solo dignidad sino también representación. Su obra es liturgia, denuncia y homenaje, un homenaje que atraviesa la herida profunda que corre la historia de Cuba.

Roberto Diago, una de las figuras de referencia del arte afrocubano [6], presenta esta exposición con una selección de obras de los últimos 15 años, con un proyecto a medio camino entre la instalación y el elemento pictórico. Esto es, una obra que bebe directamente de una herencia sociopolítica, cuyo fondo y forma están aliados: un relato de acumulación híbrida, violencia y espiritualidad. Una revelación de lo real maravilloso.

Montaje expositivo de "De la verdad y el tiempo" de Roberto Diago en la Galería Artizar. Cortesía del artista y la galería.
Montaje expositivo de "De la verdad y el tiempo" de Roberto Diago en la Galería Artizar. Cortesía del artista y la galería.

NOTAS AL PIE

[1] Decimos sede canaria, ahora, con más ahínco, ya que desde septiembre de 2025, Artizar también tiene espacio en Madrid, lugar donde ha realizado una apertura coincidiendo con el opening madrileño.

[2] Texto curatorial de Octavio Zaya:

ROBERTO DIAGO, ENTRE LA VERDAD Y EL TIEMPO

La obra de Roberto Diago (La Habana, 1971) se inscribe en una larga genealogía de la expresión cultural afrocubana, donde la historia, la memoria y la identidad no son categorías abstractas, sino realidades vividas y encarnadas. La práctica de Diago confronta los legados inconclusos de la esclavitud y el colonialismo, y sus obras insisten en que esas historias no están confinadas al pasado, sino que permanecen vivas en el presente, inscritas tanto en la materia como en la carne. Encontrarse con su arte implica enfrentar la continuidad del trauma y la resiliencia de la supervivencia.

Esta preocupación por la historia es heredada tanto como reinventada. Su abuelo, Roberto Juan Diago Querol (1920–1955), fue una voz pionera del movimiento afrocubanista. En sus pinturas modernistas, los motivos de origen africano y las referencias espirituales afrocubanas afirmaban la centralidad de la subjetividad negra dentro de la identidad nacional cubana, en un momento en que la cultura oficial solía minimizarla. Para el Diago mayor, la historia no era un telón de fondo, sino sustancia: un principio activo que exigía representación y dignidad. Sus lienzos abrieron un espacio para la herencia africana dentro del modernismo cubano, buscando visibilidad allí donde había silencio.

El nieto continúa este proyecto, pero lo transforma radicalmente en sus formas. El asegura que su obra ni “vaya más allá ni vaya menos que mi abuelo. Mi trabajo va con su tiempo, como en su momento fue el de mi abuelo. Las preocupaciones que tuvo mi abuelo, en su momento revolucionarias, de abordar el tema afro en la pintura, no se habían realizado antes. Él lo hizo e introdujo temas religiosos, la espiritualidad del individuo negro. Esa riqueza espiritual africana no se había plasmado en el arte cubano. Se habían pintado personas negras pero no se habían interpretado sus leyendas, sus misterios, nada de eso. Mi abuelo lo hizo. Lam también lo hizo. Mi trabajo es más social; tiene más relación con la historia, con los conflictos del presente, con la subsistencia del hombre”*.

No obstante, trabajando con maderas calcinadas, metales oxidados, textiles desechados y cuerdas recicladas, el Diago nieto que nos ocupa desarrolla un vocabulario de cicatrices, huellas y heridas. Estos materiales ya están marcados por el tiempo, el desgaste y la violencia, encarnando lo que Paul Gilroy ha descrito como la “memoria viva de la experiencia esclava” dentro del Atlántico negro. Estoy materiales y fragmentos los fusiona en ensamblajes donde -como explica Suset Sánchez- “el rastro de la unión no se intenta disimular en busca de una perfección residual, sino que se deja a la vista para metaforizar la cicatriz, los queloides (el signo que representa el terror del látigo del mayoral sobre las espaldas de los negros castigados en el sistema esclavista de plantaciones). Reside en esa marca el símbolo de la violencia del extractivismo colonial sobre todo un continente, de la ruptura inflingida en el seno de las comunidades, familias y modos de vida y de conocimiento que forzosamente tuvieron que reconstruirse a partir de las memorias rotas para reconfigurar un saber otro, sincrético e híbrido desde la alteridad de las voces subalternas frente al sujeto masculino blanco occidental, burgués, heteropatriarcal y cristiano”. Las obras de Diago evocan altares, ataúdes, grilletes o huesos: estructuras que se niegan a la domesticación del pasado y que insisten, en cambio, en su peso visceral.

El tiempo mismo se convierte en un material dentro de su práctica. En lugar de representarlo como una progresión lineal, Diago lo concibe como cíclico, recurrente y estratificado: un palimpsesto de traumas y resistencias. La noción de Édouard Glissant de mémoire en partage (memoria compartida) resulta aquí especialmente pertinente: la historia no es un archivo cerrado, sino una acumulación de huellas, cada una marcada por el borrado y la reescritura. El óxido, la ceniza y la corrosión que impregnan sus materiales hacen tangible el paso del tiempo. No son símbolos de desaparición, sino de persistencia.

Igualmente fundamental es el papel de la abstracción y el simbolismo. Al igual que su abuelo, Diago recurre a la iconografía religiosa afrocubana y a formas de origen yoruba, pero las reconfigura en instalaciones y ensamblajes que funcionan como contra-monumentos. No se trata de ilustraciones didácticas de la historia, sino de estructuras poéticas de la memoria, espacios donde la historia se siente más que se narra. Como sostiene Stuart Hall, la identidad cultural no es una esencia fija, sino una posición, siempre en proceso. La práctica de Diago encarna este principio: la identidad aparece no como relato cerrado, sino como un diálogo con la ausencia, la fractura y la supervivencia.

La urgencia política de esta obra es, pues, innegable. Al cuestionar los relatos oficiales de Cuba, que con frecuencia minimizan la experiencia negra, Diago lleva a cabo lo que podría describirse como una forma de historiografía visual. Sus piezas funcionan como contra-historias, insistiendo en la presencia de voces excluidas de los relatos dominantes. A través de la abstracción, la repetición y la fuerza táctil de los materiales, construye un archivo crítico: un archivo que resiste al cierre y que exige a los espectadores reconocer la continuidad de la desigualdad racial y sus silencios.

Resistiendo en el tiempo, la obra que domina esta exposición en Artizar, “tiene mucho que ver con otras piezas como las de la serie Hombres libres, El Hijo del monte—nos dice Diago—donde se ve la fragmentación, los parches que empleo, la costura, el queloide. Los metales, hasta las obras más abstractas—abstractas por no tener en si una figuración per sé—llevan una carga simbólica. El queloide, la soldadura, la superposición de un metal con otro, el tornillo, el hueco, el accidente… Todo eso lo incorporo y se mantiene como una línea recurrente en todo mi trabajo”*.

Esta obra monumental encarna esa arqueología de la memoria. Aquí la historia se presenta como reprimida pero no extinguida, a la vez que traza un paisaje interior marcado por el trauma heredado. Presentada primero en el Malecón de la Habana en el contexto de la Bienal del 2019, la fragmentación, las inscripciones, las soldaduras y borrados dramatizan la reescritura de la historia sobre la herida, subrayando la intuición de Glissant de que la memoria en el contexto afro-diaspórico nunca es singular, sino siempre fragmentada, estratificada y opaca.

En conjunto, las obras de los Robertos Diago—el abuelo y el nieto—articulan la historia y el tiempo no como categorías neutras, sino como fuerzas activas y configuradoras. Para el primero, la identidad afrocubana se afirmaba dentro del modernismo del Caribe; para el segundo, la historia reaparece como cicatriz, herida y supervivencia. A través de generaciones, ambos encarnan la observación de Hall de que la identidad se forma en la lucha, en la memoria y en la negociación de la diferencia. Su arte nos recuerda que la historia no es solo lo que ha ocurrido, sino también lo que sigue exigiendo reconocimiento.

De este modo, la práctica Diago resuena profundamente con las corrientes intelectuales del Atlántico negro. Esta obra es a la vez recuerdo y resistencia; no ofrece el cierre de la historia, sino la invitación a confrontar su presencia continua. Mirar sus piezas es encontrarse con el tiempo como trauma y continuidad, sentir la historia como materia y cicatriz, y reconocer que el pasado persiste no resuelto, urgente y vivo en el presente. Como decía Séneca, “el tiempo descubre la verdad”.

(El asterisco* indica Correspondencia con el artista.)

[3] Siguiendo a Zaya en el texto curatorial dedicado a la muestra.

[4] Ibid.

[5] Ibid.

[6] De hecho, será el próximo representante de Cuba en la Biennale di Venezia de 2026.

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