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NO ESCRIBIR

Ensayo extraído de sirocomag issue 05, ilustrado por Julio Linares.

«¿Y la beca? Me imagino que algún lector impertinente, de esos que nunca faltan, estará pensando: «¿A este tipo le dieron un montón de plata para que juegue Golf (y Buscaminas, reciente nuevo hábito) y se divierta con el Visual Basic? Qué desvergüenza»

La novela luminosa, MARIO LEVRERO

***

Estaba en el andén esperando la llegada del metro cuando lo vi. Era un muchachito de unos doce o trece años. Llevaba puesto el uniforme escolar. Pantalón de pinza de color gris y niqui blanco del que solo pude ver los cuellos sobresaliendo por encima de un jersey rojo y grueso. 

Desde Nuevos Ministerios, la línea azul suele ir repleta de personas que abandonan la oficina para dirigirse con agotamiento y desilusión hacia sus casas. En el interior del vagón se agolpan rostros grisáceos, ojerosos e indistinguibles. Cuerpos tan pegados que el espacio amenaza con la asfixia. Comenzaba la primavera, era martes y aún me quedaban 200 páginas para terminar Los Enamoramientos, de Javier Marías.

Se cerraron las puertas con el sonido de la descompresión –shuuup- y el vehículo echó a andar despacio, a trompicones. Pese a la densidad de caras, cuellos, piernas y brazos, pude ver al pequeño colegial encajarse entre el resto de los cuerpos, muy próximo a mí.

Sacó un libro verde de tapas duras de la mochila negra que cargaba a la espalda y comenzó a leer siguiendo la línea del texto con el dedo índice. Me fijé en el borde superior de la página y alcancé a ver, céntrico y en letras mayúsculas, un nombre: Víctor Hugo. Antes de bajar en Plaza España, el chico dobló la esquinita con cautela y guardó el ladrillo de nuevo en la mochila. Al abrirse las puertas –shuuup– salió corriendo alegre, ajeno al alboroto, al desorden, al momento de belleza que me había concedido.

NO ESCRIBIR. Texto de Margot Rot e ilustrado por Julio Linares

La escena duró pocos minutos. Tiempo suficiente, sin embargo, para que en mi trayecto de fingida lectura e incisivo escrutinio pudiese imaginar quién era, de dónde venía, e incluso en quién iba a convertirse. 

Lo que más me llamó la atención es que se movía con singular extrañeza; esa que hace rápidamente identificables a los raritos. En mi adolescencia los amigos se escogían así: a tenor de la gracia involuntaria con la que es capaz de moverse un cuerpo. Hemos sido crueles de chavales, temerosos de no resultar gráciles y bellos a los ojos de los demás. Por motivos que ignoro -desconozco si yo poseo esa rareza tan distinguible de movimientos torpes, disonantes- siempre me he sentido atraída por los tímidos.

Es así como reconozco a estas personas: son los tímidos del mundo. Su timidez, esa prudencia dubitativa que caracteriza el aleteo de sus manos, de sus brazos, de sus piernas, me despierta ternura. Siento que ya los conozco. E incluso que los comprendo. 

He identificado varios tipos de timidez a lo largo de mi vida. He conocido a personas tímidas, extrañas en presencia, rarísimas en gesto y capaces de desenvolverse con soltura en el encuentro social. Hay tímidos con grandes dotes conversacionales, capaces de llevar el diálogo entre una multitud de personas. Tímidos extrovertidos, si así quiere decirse. He conocido también a tímidos que, en ocasiones, se hacen a sí mismos completos incompetentes de lo social. En general se callan. Pueden pasarse horas sin hablar. Monosilábicos, escuetos y concisos si la situación es tan urgente que requiere de su intervención. El silencio torpe de aquel que, como no se encuentra cómodo para desenvolverse abandona, me hace sentir admiración. Hay gente que es incapaz de callarse. Suelen ser los mismos que no saben escuchar.

En cualquier caso, los tímidos parecen ajenos a la excentricidad de su presencia a ojos del resto. Ese desconocimiento del cuerpo propio me conmueve. Rápidamente me imagino que han crecido en casas de corazones ancianos y convivido con personas con dificultades de movimiento doméstico. Imagino que provienen de familias cuyos padres no han sabido expresarse y apenas relacionarse con el mundo. Fantaseo con casas de personas intranquilas e incómodas en presencia de cualquiera. Sé que son muchas suposiciones seguidas y que uno puede convertirse en tímido a causa de haber convivido con espíritus opuestos (ágiles, ligeros, armoniosos, danzarines). La identidad es así de caprichosa. A veces somos mímesis de lo que nos rodea y a veces somos excepciones que equilibran la realidad de los demás. 

Llevo semanas dándole vueltas a la imagen del niño tímido del metro. Narrarla es una forma de guardarla para siempre. Lo cierto es que aquel día me sentí halagada. Había mucha gente dentro del vagón. Yo era uno de esos rostros grisáceos, ojerosos e indistinguibles. Me dirigía con agotamiento y desilusión hacia mi casa. Sin embargo, de entre todas las personas, el muchacho se puso a leer frente a mí -que también iba leyendo, fingiendo que leía-. Me pregunto si es un orgullo mal atribuido. A qué se debe. Quizá sucedió, como muchas de las cosas que nos pasan, por casualidad. Durante días no pude dejar de pensar: por qué esta fantasía. Con qué me identifico. Qué significa todo esto. 

Poco después del encuentro con el muchacho terminé la novela de Marías. Inmediatamente después comencé a leer a Rosa Montero e inmediatamente después a Juan Marsé. Venía de leer a Tenenbaum, Enríquez, Hustvedt, López Carrasco, Ducay, Auster, Fisher, Pacheco. Y entre medias, intermitente, a Franzen, Mueller, Guibert, Chaves. Volví a Flaubert, a García Casado. Volví a Zambra. Perseguía planes de lectura ambiciosos, lógicos en el delirio que inventé para luchar contra lo que me afligía desde hacía meses: no podía escribir. 

Al principio pensé que la falta de flexibilidad lingüística se debía a una crisis de identidad. Acababa de publicar mi primer ensayo. Un libro ambicioso y de endeble estructura con el que quise relacionar nuestra incapacidad para vincularnos a las tragedias del mundo con la demasía de eventos a los que nos precipitan nuestras existencias híbridas entre lo online y lo offline. Me preguntaba: ¿cómo me dirigiré hacia los demás tras haber sido leída? Había en este pensamiento un ego desmesurado que se cree observado por los otros y que, en consecuencia, pretende comedirse, perfeccionarse. Y, sin duda, había también una creciente confrontación con las debilidades que uno sabe que alberga. Hay cosas a las que solo podemos enfrentarnos en público. Los demás nos obligan a ser mejores. Somos siempre un poco como niños de piscina que atosigan a madres tumbadas al sol: ¡mírame mamá! Un ensayo de juventud atormenta. ¿Y cómo no iba a hacerlo? Siempre avergüenza un poco aquello en lo que uno puso tanta pasión. Es tras la pasión cuando se pueden ver las grietas. 

Es cierto que pude escribir para presentaciones, charlas y coloquios durante la promoción de este ensayo de juventud y es cierto que, durante todo este tiempo de no-escritura, también hubo poemas. La poesía siempre está presente en la mirada de los que estamos enamorados y felices de estar vivos en el mundo. Pero algo faltaba. En otros momentos no he escrito porque no he tenido ganas de escribir. No tantas veces me ha sucedido ver mi querer escribir frustrado. 

Lo que me sucedía era una especie de incapacidad orgánica para la libre (¿libre?) asociación. No había prosa flexible y estaba, no sé cómo explicarlo de otro modo, falta de conjunción. Tenía ideas, tiempo, voluntad y aún me emocionaba andando por la calle. Pero nada conectaba. Mi cabeza, durante meses, fue un escenario de sucesos sin relación. Imágenes solas. Palabras quietas. 

Siempre he escrito para entender y para encontrar. Mis textos, cartas, artículos, cuentos, obras de teatro, son una bisagra entre mi alma y el mundo. Qué grandilocuente, lo sé. Qué quieren qué haga. Me ha tocado vivir con esta condición que a veces parece una virtud y que, en demasiadas ocasiones, se torna deficiencia. Escribir es parecido a vivir, pero suele ocurrir que cuando uno se dedica a lo primero es porque lo segundo le cuesta un poco más. Quienes escribimos solemos tener mala memoria y severas dificultades para la comunicación en directo. Y es curioso que convengan estas cosas por cuanto tenemos de observadores minuciosos en lo emocional, en lo mundano. Escribir es parecido a intervenir quirúrgicamente un sentimiento y/o un suceso. Estudiarlo, examinarlo, ver hacia dónde y hasta dónde puede llegar.

En el ensayo y en lo académico no encuentro dificultad: son ejercicios de ordenación. La poesía, por breve, me resulta fácil. Todo lo demás me cuesta. En cualquier caso, la escritura me es fundamental para vivir. Nunca lo he hecho de otra manera y no sé en quién me convertiría, quién sería o cómo viviría, si la perdiese parcialmente o por completo. Podrán entender que cuantos más días pasaban sin que mis ideas se amigasen entre sí, más crecía mi desesperación. 

Como el asunto no se solucionaba -di largos paseos por la ciudad, me senté en bancos a mirar correr el agua del río Manzanares, largas horas pasé tirada sobre la alfombra que decora el suelo de mi cuarto observando el cielo, leí y leí y leí- comencé a pensar que había dejado de dialogar íntimamente con mi voz interior. Acaso porque durante aquel tiempo me enfrentaba a rupturas amistosas y encuentros dolorosos con personas que, en el transcurso de los años, se habían convertido en fantasmas. Me encontraba en ese momento de la juventud que linda con la adultez en el que, por culpa del trabajo y las manías sin remedio, uno va perdiendo amigos. Ese momento de la vida en donde los tiempos cambian abruptamente y uno se ve obligado a negociar con el cansancio. Ese momento en el que las huidas comienzan a pasar factura y las rupturas mal acometidas aparecen, espectrales, otra vez. Las cosas que no enmendamos vuelven y, peor aún, se repiten. Las repetimos. Si uno no está muy atento a lo que no hace, a lo que no dice, puede perderse para siempre en laberintos de reiteración y llegar a los treinta años -y pasarlos- habiendo vivido una y otra vez la misma historia. Una y otra vez la misma historia: gran título para la novela de mi vida. 

Quizá convenga aclarar, llegados a este punto, que en la vida vale más intentar no repetir lo errado. Al menos no inconscientemente. Démonos la oportunidad de decidir, ¿no? Escribamos sobre lo que siempre dejamos para esa vida que no llega (porque jamás la elegimos). Escribamos sobre lo que no quisimos o no supimos hacer. Recordemos que las personas no perdonan y que nuestros personajes sí. Tengamos bien presente que no se vive dos veces -tan solo una en ordinaria repetición dantesca de lo mismo- aunque escribir lo disimule. ¿Les parece? En la escritura, supongo que idénticamente a cuando se vive, uno cree saberlo siempre todo. Y si no todo al menos lo importante. Es un convencimiento necesario para continuar. 

Cuando uno escribe nunca sabe qué es lo que se va a encontrar por el camino. Por eso envidio a los ingenieros, y a los arquitectos. Ellos dirán que en su oficio también hay incertidumbre pero todos convendremos, más o menos, en que por muchos planos de estructura que tracemos quienes nos dedicamos al relato prosaico de lo que sucedió -y, sobre todo, de lo que no sucedió nunca- siempre hay un elemento de sorpresa. Es ineludible. Irremediable. Incontrolable. Y asusta. Nadie sabe lo que sucederá en el ejercicio de relato aunque se haya pensado muy mucho la escena -la idea-. Nadie sabe qué es lo que va a encontrarse tras esa primera convicción de que las cosas suceden así porque cómo iban a suceder de otra manera

Un buen día recordé las palabras de una amiga que decía que para escribir bien hay que ir hasta el final y, decidida, me puse a la tarea. Incontables veces me enfrenté a insulsos principios que escribía una y otra vez en el blanco de mi página de Word para despacharlos con la tecla Retroceso horas después. En esta sucesión de intentos, por supuesto, limpié mi casa, ordené mi ropa, depilé mis piernas, fumé cientos de miles de cigarrillos y bebí más de la cuenta. No conseguí nada. La escritura seguía sin regresar aunque me hubiese enfrentado al principio de las cosas. 

Consecuencia de trabajar con las palabras, que albergan sombras inquietantes y nos revelan pensamientos que no sabíamos que habitaban en nuestro interior, escribir requiere de una valentía que nada tiene que ver con lo impostado. No me quiero poner esencialista, pero hay algo que tiene que ver con el valor que puede hacer cambiar un texto y convertirlo en pura bazofia o en algo absolutamente excepcional. La inteligencia sensible necesaria para la literatura, esa distancia fundamental que sirve para explorar la vida, no tiene que ver con la verdad. La inteligencia sensible necesaria para escribir tiene que ver con la elegancia, la generosidad: ¡benevolencia! Cuestiones, todas ellas, sujetas a la observación. Mirar el mundo, a uno mismo y a los otros monstruosos, y ejercer con la palabra una suerte de caricia. Tener tacto. Incluso en la escritura violenta uno se cuida de cómo decir. De qué decir. De qué callarse. Para escribir, me parece, hay que ser sensible a los matices, a las ciudades y a los árboles. Sensible a la belleza y al horror. Escribir no es estar dispuesto a decir la verdad, es estar dispuesto a entenderlo todo. Hay que ser valiente para eso. 

Llegué a pensar que lo que me sucedía era que estaba eludiendo una inclinación oculta en mi terreno interior. Merodeando con cautela -demasiada- algún paisaje inexplorado. Oponiendo alguna clase de resistencia a dios sabe qué evidencia sólida y desconocida. ¿Qué no quieres contar?, me preguntaba. ¿Con qué o con quién no quieres encontrarte? Y, sentada en el escritorio, consultando ensayos y novelas, nada pasaba y me deprimía. ¿Volverá? Llegué a decirme. Diseccioné textos para comprender la estructura gramatical, arquitectónica. Quise entenderlos como a los edificios y me di cuenta de que la mayoría no se sostenían. Mis libros favoritos suelen ser imperfectos. 

Deduje que había algún asunto frente al que no estaba dispuesta a transigir y establecí un diálogo diplomático conmigo misma. Esto tiene que acabarse por el bien de todos, convení. Empecé repasando mis textos antiguos –por supuesto, me horrorizaron- y mis dolores recientes –repetición, repetición–. Pero los días pasaron y no llegué a ninguna conclusión. Sentada frente al blanco de la página no conseguí sino escribir una y otra vez el mismo principio de algo por donde no era capaz de avanzar [1]. ¿Falta de inspiración es miedo? Había un resorte que no estaba tocando. Era lo único seguro. 

Pensé en subirme a una noria y fumar durante horas. Pensé en viajar sola. Envié un par de mensajes a personas fantasmales intentando revisar mis fisuras. A veces -me dije- solo hay que dar las gracias y pedir perdón. Precipitar una suerte de situación trascendental. Ponerse a uno mismo en el abismo de las cosas. No sirvió de nada.

Una noche me acosté decidida a zanjar la situación. Antes de dormirme llegué a una serie de conclusiones que, en ese momento, me parecieron lúcidas y perfectas. Creía haber encontrado la respuesta a mi problema y estaba dispuesta a ponerme a escribir al día siguiente. Imaginé páginas y páginas de excelente y flexible prosa, encadenando ideas aunque entre estas no hubiese aparente relación. 

Nada de esto sucedió. Hay ideas nocturnas que, del mismo modo en que algunos romances nocturnos, a la mañana siguiente solo decepcionan. He de reconocer que no eran ideas geniales, solo pequeñas inspiraciones nacidas en la noche, vicios en los que suele caerse cuando uno está demasiado tiempo a oscuras. La noche, tan larga, promete maravillas y luego el sol vuelve con lo ordinario y castiga a la memoria -que ayer ascendía divertida, ensimismada, hacia tierras oníricas de cielos limpios, claros, despejados- con el don del olvido, la inexactitud, la imprecisión, la realidad y el tiempo.

La imagen del niño tímido llegó a obsesionarme. Hace no mucho me di cuenta de que de las imágenes con las que nos obsesionamos nacen las novelas. Ahora me resulta claro, meridano, que el orgullo que sentí aquella tarde en el metro tiene que ver con un confuso sentimiento -con un confuso deseo- de maternidad. La escritura no regresó hasta que acepté con tranquilidad esta idea y estuve, de veras, dispuesta a abrazarla.

Hay una relación evidente entre el deseo y la imposibilidad. Quizá solo escribamos, embrutecidos, persiguiendo eso que se escapa, lo que no entendemos, aquello que permanentemente nos negamos o nos niegan. Para revelarse también hay que asumir. Si uno estuviese completamente en paz no escribiría y es por eso que escribir es pelearse, la mayor parte del tiempo, con querer y no poder hacerlo. Querer y no saber por dónde. Querer y no saber exactamente el qué.

Últimamente he pensado mucho en Bergler, que en Psicoanálisis del escritor (1949) dice que el escritor es un perpetuo delincuente acusado ante el alto tribunal de su inconsciente. Me ha hecho pensar en las asociaciones de las que les hablaba párrafos atrás, esos caminos que trazamos, a nuestra manera, para iluminar la realidad propia y -si uno lo hace bien- la realidad de los otros. La asociación no es libre: su cadena, su ensamblaje, se halla oculta por todo lo que, en beneficio de nuestra salud mental, reprimimos. He ahí el elemento de sorpresa. No escribir es no comprobar hasta dónde somos capaces de llegar. No inventar por dónde. No emprender destino. Esta reflexión de largo alcance es algo que se le dió muy bien a Javier Marías. Imagino que se habrá sorprendido a sí mismo intentando comprender hasta dónde llegaría Diaz-Varela tan solo porque el bueno de Desvern le planteó una imposibilidad. Los enamoramientos es la historia de una frustración. Somos muy sencillos. Basta con que nos digan NO-JAMÁS-NUNCA para que nos entreguemos con más afán a la tarea.

Scott Fitzgerald dijo que «los escritores son como niños: ni siquiera en circunstancias normales son capaces de concentrarse en su trabajo». Pero ¿cuál es el trabajo de un escritor? Hay más hábito literario en los años que pasamos pensando en escribir y sin hacerlo que en la presunta escritura diaria. No se puede escribir con comodidad si uno no se atasca. La escritura literaria, precisamente por lo poco confiable que es el material con el que se trabaja, es muy difícil de aprender. Talleres, cursos, ciclos. Hay algo -discúlpenme, al fin y al cabo sí que soy un poco esencialista- que no puede enseñarse. Hay escritores disciplinados que han sufrido bloqueos, escritores disciplinados de cientos de páginas sin alma. Puede que aquí el problema sea mío: no encuentro belleza donde no encuentro imperfección. 

He repetido en varias ocasiones que mi desesperación surgió frente al blanco de la página de Word; ese vacío en el que no creía Deleuze, que consideraba que la página blanca (el lienzo, él en realidad habló de pintura) está repleta. He ahí el principio de la obstrucción. Demasiados significados. Demasiados a priori. Demasiado mundo-hecho. El objetivo, diría el filósofo, es devenir-mundo. Desbrozar. Puede que sea cierto eso de que intervenir creativamente sea pelear contra la estructura de las cosas y que el arte no haya sido nunca imitación sino devenir constante de lo nuevo. Para Deleuze, el preámbulo artístico consistía en la creación de un hecho y en la erradicación del cliché. Para el filósofo del rizoma, antes de la creación está la catástrofe, el caos, el desorden del mundo. Deleuze define el momento prepictórico (precreativo en nuestro símil) como un abismo del cual se debe sustraer un orden. Un orden que no deja de participar en el caos preexistente, un orden decadente, próximo al desastre [2]. Nada de esto le resta desesperación al asunto de la no-escritura. Parece necesario transitar la angustia para desear. Quizá lo realmente importante sucede mientras no escribimos y queremos hacerlo. De lo que no hay que olvidarse, al fin y al cabo, es del querer. 

Rosa Montero cuenta que pasó cinco años sin escribir en La ridícula idea de no volver a verte. Su amado había fallecido. Hay una detención súbita de la escritura -de la palabra- frente a la muerte. Wittgenstein decía que imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida. Al hilo de esto, me parece curioso que existan expresiones como «silencio sepulcral». Frente al silencio que impone el trauma, frente a la imposibilidad de nombrar y darle cuerpo a lo que existe suele aparecer la metáfora, la metonimia. Son aproximaciones prudentes. Figuras retóricas de circunvalación que merodean un centro difícil de atravesar, a veces incluso imposible. Al leer a Montero, mis seis meses sin escritura se hicieron insignificantes y sentí alivio y vértigo porque comprendí que no sería la última vez. Supe que vendrían épocas peores. Años sin inspiración, años de miedo. Sin embargo, es la experiencia trágica la que nos precipita a narrar. Solo se narra cuando se está cerca del precipicio, dispuesto a desvanecerse en algún hondo y oscuro vacío. Todo esto me ha hecho pensar en un maravilloso libro de Levrero: La novela luminosa. 500 páginas de diario en las que el autor cuenta cómo no escribe lo que, y así concluye, tal vez no se pueda escribir. En la imposibilidad de enfrentarse a lo real -la realidad deslumbra hasta la ceguera- surge la distancia necesaria para hacer literatura. El espacio propicio, la suspensión temporal, el paréntesis vital, la máscara, una extraña omnipotencia. 

Al final no sé por qué dejamos de escribir. Tampoco comprendo por qué volvemos y, en fin, ya ven. Aquí estamos.  

NOTAS AL PIE

[1] Estos son los principios en los que he fracasado como arquitecta, como jardinera y como narradora:

-Nunca aprendí a irme.

-He perdido la cuenta del tiempo que hace que no escribo una línea que me convenza del todo.

-¿Y si la literatura masculina tiene una idea de sí misma equivocada?

-La juventud desaparece cuando desaparece la voluntad de seducción. Yo añadiría: hacia el mundo. La juventud desaparece cuando desaparece la voluntad de seducción hacia el mundo. Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé.

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente, cuando lo está una mujer y además es al principio y en enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación (…) / Los Enamoramientos, Javier Marías. ¿Y cómo se enamora un hombre?

-Querido Fernando,

-¿Qué palabra se utiliza para describir la sensación de imagen de pasado-futuro que se experimenta al ver una fotografía reciente -días, semanas- y sentir que la ves ahora como si hubiesen pasado veinte años? ¿Cómo se nombra este presente-futuro? ¿Cómo es posible sentir un pasado en el presente?

[2] DEL CLICHÉ AL HECHO PICTÓRICO: LA FUNCIÓN DEL DIAGRAMA PICTÓRICO EN LA CREACIÓN DE MUNDO EN GILLES DELEUZE (uca.edu.ar)

SIROCOMAG X JULIO LINARES

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