La pintura que toma el cuerpo humano —con sus luces y sus sombras— y su intimidad desvelada como topos literario construye imágenes cercanas, reconocibles, extrañas si atendemos a la visión despersonalizadora de Mircea Cărtărescu. Esos cuerpos oferentes de Iván Floro (Barcelona, 1993), que nos devuelven la mirada, “son expresiones de un gusto estético situado más allá de la alegoría, que ejecutan con maestría la nosología de una época como la nuestra, que se articula en unidades binarias: dentro/fuera, llave/puerta, sosiego/tensión, ternura/arrebato. El resultado es un ejercicio de compresión de unos cuerpos exasperados o expectantes, antes o después del sexo, estáticos o dinámicos, pletóricos de pasión por la vida o asustados por la pérdida de la llave que les impide regresar al núcleo originario; un ejercicio de comprensión realizado por la fecunda imaginación de un pintor que sabe extraer sentimientos de la libido a la medida de lo bello”, tal como reza el texto curatorial de Almudena Blasco Vallés [1] sobre la exhibición individual de Floro en la galería bilbaína SC Gallery,compuesta por un diálogo entre pinturas de diversos tamaños.
Una serie de lienzos crudos —que beben de la tradición corpórea de la intimidad, desde Egon Schiele y Lucian Freud hasta el magnánimo Francis Bacon— con capas contemporáneas y cinematográficas, que transgreden la belleza para dirigirse hacia un universo violento, donde la carne y el espíritu se fusionan en la sensualidad, dando espacio al cromatismo brillante, la velocidad y el secreto que sostienen a los personajes que protagonizan sus obras. Una mirada sobre una feminidad ciertamente hegemónica, situada en los cánones que Iván Floro (cuya trayectoria se inserta en la corriente pictórica formal del impresionismo) representa en esta exposición, que se podrá ver hasta el 20 de noviembre.
[1] Cuerpos Oferentes (Llámalo X). Almudena Blasco Vallés
Los cuerpos oferentes de Iván Floro (Barcelona, 1993) se muestran ante nuestros ojos rotundamente: son espacios de la Metamodernidad de estos inicios del siglo XXI, y resultan tan cercanos, tan reconocibles, tan estimulantes como sus innegables referentes plásticos Egon Schiele y Lucian Freud. Expresionismo, sí, pero cargado de profundas evocaciones a la memoria de lo español tensamente pictórico, con paletadas tan brillantes como sentidas que conectan con los sueños de plasmar en el arte los deseos más escondidos del alma al modo goyesco o, simplemente, dejándose arrastrar por la impresión de una película de Tarantino.
Cuerpos oferentes que son expresiones de un gusto estético situado más allá de la alegoría, que ejecutan con maestría la nosología de una época como la nuestra que se articula en unidades binarias, dentro/fuera, llave/puerta, sosiego/tensión, ternura/arrebato. El resultado es un ejercicio de compresión de unos cuerpos exasperados o expectantes, antes o después del sexo, estáticos o dinámicos, pletóricos de pasión por la vida o asustados por la pérdida de la llave que le impide regresar al núcleo originario; un ejercicio de comprensión realizado por la fecunda imaginación de un pintor que sabe extraer sentimientos de la libido a la medida de lo bello.
El juicio de lo bello al que aspira el hombre y la mujer de nuestros días surge en esta pintura como una respuesta al comportamiento humano dominado por el temperamento que marca el erotismo y la intimidad desvelados, la sensación de vivir un desastre o la cercanía al horror. Un arte que le acerca a lo que una vez dijo Friedrich Nietzsche en el intempestivo Crepúsculo de los ídolos, al vanidoso odio de nuestra especie por todo lo que le rebaja, vejez, fatiga, enfermedad, agotamiento, manifestaciones mórbidas; es decir a todo lo que lleva su malestar al límite de lo que se puede permitir.
En suma, al valorar el arte de Iván Floro, queda manifiesto el inquietante apotegma de Rilke: “lo bello no es sino el umbral de lo terrible”.