la esencia de los pueblos y sus paisajes, recuerdos que nadan en un limbo atemporal, tendencia vital que sobrepasa cualquier disciplina y frontera

Me encuentro de bruces con la Italia narrada por A.Tarkovsky (y Tonino Guerra) en Nostalghia y en Tempo di viaggio. Su poético costumbrismo, a veces con tintes oníricos, que diluyen las imágenes en un limbo temporal me hace recordar de manera irremediable a la casi etérea Mancha de P. Almodóvar.

 

Ya en la primera escena de Volver, las imágenes remueven violentamente mis sentimientos llevándome a un pasado que ni siquiera sucedió. Suelo empedrado, mujeres que luchan y la simbiosis muerte-vida conviven en esta película. A pesar de ser una obra ficcional, Volver exuda realidad en cada plano. Los infinitos paisajes dorados bañados por una intensa luz y los molinos de viento -que trajo consigo ya Don Quijote- de la Mancha combinado con la austeridad de las casas y el empedrado de sus calles me evocan un lirismo difícil de traducir en palabras.

 

Sin embargo, eso ya lo hizo A. Tarkovsky y, antes que él, Azorín. La Castilla -en su libro homónimo- de Azorín supone la culminación de la percepción del tiempo, noción capital en las tres figuras. La historia y el paisaje que describe Azorín es puramente nostálgico y melancólico, al igual que la Mancha y la Italia de las que hablaba. En las palabras y descripciones de Azorín siento un anhelo por la vida, y también por la muerte, que subyace bajo los campos de Castilla; sus llanuras tienen voz propia. Azorín retrata la esencia, no el presente ni el futuro, sino el pasado atemporal, que se queda encerrado en esos campos y que perdura en el tiempo a través de la cotidianidad de sus gentes, expresadas de igual manera por Tarkosvky y Almodóvar.

 

Entiendo, pues, un nexo de unión, que traslada fronteras y recorre el arte visceralmente: el recuerdo evocador, los paisajes infinitos, la ensoñación entre vida-muerte y una nostalgia que tiñe todo. Estos artistas -cada uno en su disciplina- nos relatan un realismo mágico que define a una tierra, cuya esencia no muere sino que perdura y viaja a través del tiempo. Esa melancolía -de la que me considero asidua- baña los paisajes que no son sino reflejos de nosotros mismos, de nuestros miedos, nuestras alegrías y nuestros anhelos más profundos. Tal y como decía (dice) el propio Azorín:

 

«El paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos»

 

 

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