Onirismo, cierta sensación de extrañeza ante el mundo, nocturnidad en sus composiciones, que baila con la soledad de Edward Hopper. Heredera del arte pop, del barroco, de un neoexpresionismo formal y luminoso, de una incipiente espiritualidad propia de Francisco de Zurbarán. Últimas semanas para ver la primera exhibición de Anna Weyant (Calgary, 1995) en un espacio institucional: la sede madrileña del Museo Thyssen.
Una muestra comisariada por Guillermo Solana —Director artístico del museo— en comunión con la propia pintora, cuyas obras dialogan con las de la propia colección permanente, en un encuentro taciturno, melancólico y lánguido.
Sus protagonistas femeninas, que yacen alejadas del concepto espacio-tiempo, en un pacto tácito con Chronos, pueblan unas escenas vibrantes y con un cromatismo cálido, cercano a la madera, a la ceniza, al fango.
Weyant pertenece a una generación de artistas en grandes colecciones privadas (como la de Blanca y Borja Thyssen-Bornemisza), que comienza a despuntar y posicionarse en entidades culturales, en un nuevo espacio en el que lo público entiende e interioriza el mercado artístico.