la rusia de los años 60 fue el caldo de cultivo de una generación de artistas cohibidos y maltratados culturalmente. relegados a un segundo plano, se veían forzados a moverse entre la pobreza y la clandestinidad

Leyendo la biografía novelada de Eduard Limónov por Emmanuel Carrère (Anagrama, 2013), retrato de un controvertido artista y disidente político ruso y de una Rusia post estalinista lúgubre y decadente, topé con el personaje al que pretendo dedicarle las siguientes líneas.

 

A modo de prefacio, decir que la novela es un perfecto crisol a través del cual mirar esa etapa del comunismo blando de Jruschov y posteriormente Brézhnev, ese período de la Rusia soviética en la que comenzaban a aflojar la mano, permitiendo publicaciones que denunciaban la realidad de los campos de trabajos forzados como Un día en la vida de Iván Denísovich (1962) o el posterior Archipiélago Gulag (1973), ambos de Solzhenitsyn.

 

Fue en este clima político en el que un joven Limónov se adentró como poeta en la escena de la disidencia y arte underground de Járkov (Ucrania) y posteriormente Moscú, donde se distribuían los llamados samizdat, obras prohibidas publicadas por ellos mismos que iban pasando de mano en mano. Así, este ambiente fue propicio para que Eduard conociera a los smoguistas, los artistas de la segunda vanguardia rusa. Es uno de ellos Ígor Voroshilov (1939-1989), sujeto que pretendo tratar.

Ígor llamó a Eduard pidiéndole ayuda, visiblemente ebrio, porque se iba a suicidar. Había perdido las ilusiones y se sentía y se sabía un pintor de segunda

¿Por qué él? No fue nadie especialmente relevante, muy a su pesar, fuera de la esfera underground de Moscú. Sin embargo, la forma en la que es presentado en la novela captó inmediatamente mi atención y decidí indagar sobre su vida y obra.

 

Ambos se movían en un ambiente de pobreza (la especialidad de Ígor era un plato para indigentes a base de cabezas de pescado) en la que compartían bebida, miserias y apartamentos ocupados cuyos habituales residentes dejaban a su cargo al irse de vacaciones. Lo que más interés me generó fue una historia en la que Ígor llamó a Eduard pidiéndole ayuda, visiblemente ebrio, porque se iba a suicidar. Había perdido las ilusiones y se sentía y se sabía un pintor de segunda. Limónov se pasó la noche consolándole y subiéndole la moral, pese a saber él también que su amigo tenía razón, que efectivamente era un fracasado.

Ígor (derecha) con Vladimir Yakoklev

Años más tarde, en 1990, tras la muerte de Ígor, en una exposición de la Unión de Escritores de Moscú, refugio de los todavía existentes under, Limónov reconoció una tela pintada por su antiguo compañero: un retrato de una mujer con un vestido rojo delante de una ventana. La mujer era la novia de entonces de Ígor; la ventana la de un piso que compartió con ellos. Averiguó el precio de la obra y el mercado dio la razón a las inquietudes de Voroshilov: era un pintor de segunda o incluso tercera fila, no valía gran cosa. Y se la sigue dando, en una página actual de arte rusa tasan una de sus obras en 15000 rublos (unos 185 euros al cambio).

 

Nuestro hombre, el pintor de segunda, venía de un pueblo en el centro-oeste de Rusia y comenzó estudios cinematográficos en Moscú en 1957. Dos años más tarde se lanzó a pintar sin tener una formación específica en arte. Su interés por la pintura nació tras ver Landscape at Auvers de Van Gogh en el Pushkin Museum con un compañero de clase. El nacimiento del tópico.

 

Desde entonces decidió hacerla el motivo de su vida. Limónov entró en su vida allá por el 1970, cuando Ígor rondaba la treintena, y en su historia deja patente que en diez años pintando no había conseguido más que desilusiones y sensaciones amargas. Vivía, como ya he mencionado, en una atmósfera de pobreza y alcohol y sólo se había hecho un nombre en el underground de Moscú. Había pintado (y le quedaría todavía por pintar) varias decenas de cuadros y grabados, en los que abundaban los retratos. Exploró diferentes técnicas pictóricas -al óleo, gouache, pastel- y diferentes materiales. Realizó varias exposiciones a lo largo de su vida -incluidas póstumas, como la referida anteriormente- y paralelamente se dedicó a la poesía y la prosa: escribió un tratado sobre pintura que quedó incompleto. Finalmente murió accidentalmente a la edad de 50 años por mezclar alcohol con pastillas para dormir. Un cierre bastante acorde a lo que fue en vida.

 

Creo que he dejado suficiente constancia de que no fue un artista brillante (sí excelente persona, según palabras de Eduard) pese a que yo colgaría alguna de sus obras en una pared de mi casa. Ahora bien, es innegable que fue un hombre ineluctablemente asfixiado por las condiciones materiales de su época. Vivió en ambientes poco cómodos y cohibido culturalmente en un país en el que durante muchos años la producción artística iba íntimamente ligada al Partido. Un hombre insatisfecho con un gran temor a fracasar, que, finalmente, ateniéndome al concepto propiamente dicho de fracaso, lo consiguió.

 

No fue un pintor de renombre, su obra no destaca por una gran calidad y no alcanzó ni alcanza gran valor en el mercado (tomando el mercado como un medidor válido, muy a mi pesar, de la valía artística). Sin embargo, quiero remarcar que pese a sus desilusiones y su voluntad de suicidarse, persistió con la creación como medio de expresión de sus más íntimas inquietudes y quizá como medio de subsistencia (desconozco si tuvo otros oficios aparte del de pintor).

 

Soy de la opinión de que si consigues que, aunque sea, una persona valore lo que dices, lo que creas, o se sienta mínimamente mejor, ha merecido la pena. Consiguió que gente de la escena underground de Moscú le apreciara en vida y le recordara en muerte, así como también lo hizo Limónov y como estoy haciendo yo ahora, así que desde mi punto de vista no fracasó del todo. Su historia, una historia mediocre como la de tantos otros, es la más pura definición de humanidad. O por lo menos de la humanidad más reciente. Frustración, fracaso, pobreza, búsqueda y exploración de la belleza a través del arte. Conexión con uno mismo y autoconocimiento. Una vida de verdad. Lástima que no pudiera vivirla un poco mejor. 

fotografía: marie gardez
fuente: artnet.com

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