los fines de semana marcha mi familia y me quedo yo solo en la casa del pueblo

Llega la primera semana de septiembre y con ella los últimos días de calor. Aquí en la sierra el invierno llega muy deprisa y hay que aprovechar las postrimerías del verano para realizar aquellas actividades que dentro de escasos días no podremos realizar: darte un chapuzón en el río, subir al monte sin preocuparte de qué abrigo llevar o empacharte a moras. Yo he decidido hacer las tres.

 

Amanece temprano y comienzo a preparar la mochila que voy a llevar en mi ruta del sábado. La mañana es fresca, como suelen serlo todas por aquí -la altitud no perdona-, pero se agradece. Monto al perro en el coche y conduzco por una carretera desierta a estas horas -y a todas- en dirección al aparcamiento donde se inicia el camino, escondido en una curva de la carretera. El cielo está completamente despejado y el sol comienza ya a calentar. El sendero transcurre a lo largo de la ribera del río durante varios kilómetros. En esta parte abundan los chopos, abedules y serbales, mimados por la humedad y el frescor del agua que viene desde bien arriba. En cuanto ya hemos ascendido un trecho y nos separamos del río, la vegetación cambia; ahora abunda el matorral, del cual puedes percibir su característico aroma inundando el ambiente. 

 

Finalizada una parte de la subida, llego al lago de Truchillas, paraje espectacular de gran valor natural. Circundado por una elevada pared de pizarra en su vertiente septentrional, que el hielo se encargó de ir erosionando a lo largo de los años, y rodeado de brezo y retama, el paisaje no puede ser más idílico. El perro aprovecha para refrescarse en el riachuelo que emana de este y yo me detengo a contemplarlo en su infinita quietud. 

 

-Llegas justo a tiempo -me dice un hombre que había allí descansando, al tiempo que me alarga una caja repleta de hojaldres de Astorga. Se empeñó en que cogiera dos y no uno solo como era mi intención. Perfecto para continuar subiendo hacia el pico Vizcodillo (2120 metros). Tras equivocarme de camino y atravesar un pedregal y una zona de escobas -que me dejaron las piernas casi sangrando- llegué a la cima, desde la cual se podía atisbar toda la sierra por un lado y Sanabria por el otro. Respiré unos minutos y charlé con dos señores que me encontré arriba. Iniciamos los cuatro la bajada -ellos, mi perro y yo-. La gente de esta región es muy agradable, puedes hablar con cualquiera. Terminé la bajada al trote y fui con el perro al río a sacudirnos de encima el calor. Él soportó la ruta bastante mejor que yo.

 

El domingo, tras un buen desayuno de moras y fracasar mi plan de ir en bici por problemas mecánicos, decidí ir caminando hasta un pueblo a aproximadamente 1300 metros de altitud; un pueblo precioso, olvidado, que preside desde su altura este lado de la sierra. Fui algo tarde y por un camino con muy poca sombra -hubo un gran incendio hace varios años y solo queda matorral- así que el calor era considerable. Tras hora y media de marcha lo diviso a lo lejos. Consta de una zona con casas más nuevas a la entrada del pueblo y, siguiendo la carretera, tras un espacio abierto, libre de viviendas, se extiende el pueblo antiguo, en descenso hacia las profundidades del valle siguiendo el transcurso de un arroyo. 

 

El silencio es total. Se escucha el leve murmullo del agua y el sonido de las hojas al ser mecidas por el viento. Con agua cerca, la vegetación es más frondosa y puedo aliviarme del calor que venía pasando. Me adentro en el pueblo, atravesando calles mal cementadas, entre casas de piedra medio en ruinas y alguna mejor conservada. Saludo a tres ancianos que daban un paseo y me dirijo a la parte baja, donde se encuentra la iglesia, colindante al pequeño cementerio y junto a una construcción de piedra completamente derruida. Un conjunto que da una clara imagen del olvido que sufre el pueblo. Ya solo existe para sus habitantes y en la memoria de aquellos que alguna vez estuvieron.

 

No me vuelvo a encontrar con nadie en lo que duró mi paseo por esas calles olvidadas. Se escuchan algunas ovejas y gallinas y se ven varias huertas plantadas, dando ya los frutos del verano, señal de que, a pesar de su complicada geografía, del abandono institucional de las zonas rurales y de la muerte de sus antiguos moradores, aún vive gente aquí. Una vida plena, al aire libre, en la más absoluta tranquilidad, rodeados de una soledad compartida. Gente que ha resistido el influjo imparable del progreso y se aferra a la existencia que siempre han llevado, deseosos de que no se destruya su unicidad. 

Categoría: no

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