¿Quién es Tobias Bradford y qué simbolizan sus instalaciones escultóricas en la sociedad en la que estamos inmersos? La abulia, la intersección máquina-cuerpo, la ausencia de divinidad y las obsesiones son algunos de los conceptos sobre los que se fundamenta el trabajo de este artista sueco

FOTOGRAFÍA CABECERA: Big Hole (2022), Tobias Bradford. Cortesía de Saskia Neuman Gallery

VÍDEO: The softness (2022), Tobias Bradford. Cortesía de Saskia Neuman Gallery

Agradecimientos a Tobias Bradford y Sara Bäckbro

Los bucles temporales me llevan a recrearme en el débil -y extraño- concepto del tiempo que tenemos: lineal, infinito e inefable. El efecto perturbador, disociado y salvaje que provocan las esculturas, inmersas en constantes bucles temporales de acciones cotidianas, del artista sueco Tobias Bradford (Örebro, 1993) -a medio camino entre el hiperrealismo y el mecanicismo más robótico- habitan aquellos espacios donde lo estéticamente bello no alcanza a llegar.

Decía Annie Ernaux en Los años (2008) que la memoria empareja a los muertos con los vivos, a los seres reales con los imaginarios y el sueño con la historia. Las instalaciones de Bradford, en las que según el propio artista[1] retorna «a los recuerdos de experiencias emocionales de la infancia», son el resultado de la intersección entre el cuerpo humano y la tecnología. Estos seres híbridos entre la vida y la muerte, existen en un limbo temporal (artificial y eterno) que, inconscientemente, hacen rememorar a la abulia que fundamenta el film por antonomasia del Luis Buñuel mexicano: El ángel exterminador (1962). Aquí, un grupo de burgueses se ve incapaz de rebelarse ante su propia falta de voluntad y energía. Los personajes, por una razón desconocida, no pueden abandonar el salón donde horas antes uno de ellos celebraba una cena, al igual que las obras de Bradford no pueden dejar de moverse en loop: dar click a un ratón (Big Hole, 2022) o afeitarse la pantorrilla (The softness, 2022), subrayando así lo existencialmente absurda que resulta «la idea de no tener control sobre el propio cuerpo -la máquina orgánica-».[2]

Thomas Crown en El arte moderno en la cultura de lo cotidiano (2002) arroja luz sobre la importancia que albergan  este tipo de piezas escultóricas que, sin pretenderlo, soportan una gran carga social. Así, citando a T.W. Adorno señala que «en esta misma época son las obras de arte las que han cargado con el peso de decir sin palabras lo que a la política le está vedado decir». The softness (2022) y Nosedive (2022), ambas repletas de bagaje existencialista y antropológico, capaces de definir una época -la nuestra- y creadas por un moderno Frankenstein vienen a simbolizar un sentido suspendido, tal y como apuntaría Roland Barthes en relación al film de Buñuel. Estas máquinas antropológicas, obsesivas en su hacer infinito y cuyo fin nunca cesa, destruyen la idea de belleza divina que tan básica resultaba para el fundamento artístico de siglos pasados, ya que, «se convierten en caricaturas de las limitaciones del propio cuerpo»[3]. Los artistas, siempre catalizadores de lo que hemos sido y seremos, vagan en busca de nuevas formas de expresar aquellas emociones universales que siempre han estado ahí. Ilustraciones como Universal Man (1165), que forma parte de Liber Divinorum Operum, fractura de Hildegard von Bingen, una monja benedictina de la plena Edad Media (siglo XIII), nos ponen de manifiesto esa visión divina, lineal, con el único y principal fin de transmitir un mensaje de índole religioso, en el que a pesar de que la figura humana cobra total protagonismo, siempre estaría supeditado a la figura divina. Las creaciones de Von Bingen, a la que podríamos calificar de artista visionaria, eran así antropocéntricas pero estaban, por encima de todo, subyugadas a esa idea de belleza, de equilibrio y, en definitiva, a la idea de Dios. Tobias Bradford, en cambio, hace brotar torsos perdidos, animales movidos por la inercia externa, miembros amputados, a través de los cuales logramos atisbar un tibio y áspero reflejo de belleza y una devastadora desaparición de la figura divina: la era en la que habitamos. Agustín Sánchez Vidal en Luis Buñuel. Obra cinematográfica (1984) y en referencia a El ángel exterminador apostilla: «La gente siempre quiere una explicación para todo. Es la consecuencia de siglos de educación burguesa. Y para todo lo que no encuentran explicación, recurren en última instancia a Dios. Pero, ¿de qué les sirve? A continuación tendrían que explicar a Dios».

Y es que, como ya trató Jean Clair (Paradoxe sur le conservateur, 1988) el culto del arte moderno es la religión del hoy y, sus adeptos, los que han venido a sustituir a los antiguos miembros de la Ecclesia. Sin embargo, también deja claro el valor innegable de los trabajos artísticos como «testimonio cegador y definitivo donde otros modos no son sino información pobre, fugaz, o dificultosa».

Así, con todo, el loop perpetuo, el mecanicismo, la extrañeza de lo cotidiano, la obsesión y lo absurdo, el existencialismo y la ausencia de Dios se unen en las esculturas de Tobias Bradford, para atrapar a un espectador crítico y complejo de penetrar pero que ve en estas mecánicas instalaciones un tímido espejo en el que apreciar -casi como un auténtico voyeur- las obsesiones cíclicas del ser humano.

NOTAS AL PIE

[1] En una entrevista realizada por Caroline Elgh Klingborg.

[2] Cita tomada de la entrevista ya mencionada.

[3] Cita tomada de la entrevista ya mencionada.

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