La fotografía de cabecera (Mujeres empujadas hacia la cámara de gas del crematorio V de Auschwitz) es una de las cuatro analizadas por Georges Didi-Huberman en su obra “Imágenes pese a todo. Memoria Visual del Holocausto” (2004). Hoy la recordamos para ilustrar este ensayo de Montserrat Hormigos Vaquero, que explora las relaciones del cine y la memoria; esto es, la memoria fílmica

Ensayo extraído de sirocomag#2 

“Las décadas me han enseñado que el único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria”

Imre Kertész, superviviente del campo de concentración de Auschwitz y Buchenwald

Sin duda uno de los medios más adecuados para recuperar y plasmar la memoria, tanto íntima como colectiva, es el cinematógrafo. Y sin duda uno de los acontecimientos capitales de la reciente historia del siglo XX es el Holocausto, punto de partida de una reflexión permanente sobre la importancia de la memoria. En este texto vamos a tratar de la representación del genocidio judío a través de cuatro propuestas fílmicas paradigmáticas, un documental –Shoah– y tres obras de ficción histórica: La lista de Schindler, El pianista y El hijo de Saúl.  Si bien el tema de la “solución final” ya había sido tratado, entre otras, en Noche y niebla (Alain Resnais, 1955), Shoah (1985) de Claude Lanzmann supone un giro copernicano en el modo de mostrar el Holocausto, ya que rechaza el uso de imágenes de archivo (material principal de Resnais y de la mayoría de los documentales que buscan veracidad histórica). Shoah se basa en el testimonio -a través de entrevistas a supervivientes del campo de exterminio de Treblinka, a verdugos y a testigos polacos- y en el poder evocador de la palabra y del gesto. El drama y los fantasmas del pasado se abren paso a través del rostro y la voz de aquellos que vivieron el infierno y reviven el horror, y su revelación se convierte en verdad encarnada. Tal como expresa Santos Zunzunegui, Shoah se convierte en un monumento de celuloide a la memoria. Respecto a La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), es un caso paradigmático de construcción del imaginario colectivo sobre la crueldad nazi, en gran parte porque es un filme de histórica dramática tradicional hollywoodiense con un fuerte contenido emocional, a lo que contribuye la excelente banda sonora de John Williams; que también incluye técnicas de realismo documental (cámara al hombro para algunas secuencias, rodaje en los espacios históricos o construcción de réplicas exactas de los mismos, recreación documentada de imágenes de archivo…). Destaca su singular y metafórico uso del color, en una película en blanco y negro, el color toma la pantalla durante los genéricos (la cotidianeidad de los judíos antes del horror) y en el cierre del filme (cuando muestra a los supervivientes, connotando a la vida que ha vencido a la muerte), también destaca en el abrigo rojo de la niña que deambula por el gueto de Cracovia, clara metáfora de la sangre derramada y de todos aquellos que no quisieron ver. El Pianista (Roman Polanski, 2002) también se basa en una experiencia real, las memorias del músico polaco Wladyslaw Szpilman, judío superviviente del gueto de Varsovia. En este filme destacan dos elementos fundamentales, de un lado la recreación de espacios que no sólo son dispositivos escenográficos sino paisajes metafísicos, el gueto hacinado, el muro de segregación, los claustrofóbicos escondrijos de los pisos francos, el uso metafórico de la ruina –cuyo potencial simbólico ya había sido aprovechado por el neorrealismo de Rossellini en Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero– y las cenizas (que no sólo remiten a los bombardeos, también a los cuerpos de miles de personas que desaparecieron en los hornos crematorios). Así la degradación del espacio también es una transcripción de la degradación de lo que significa ser humano. De otro lado sobresale el uso de la banda sonora, con las bombas del inicio del filme que aplacan la cultura y la belleza, y porque la música se convierte en la tabla de salvación de Spilzman, no sólo a nivel simbólico sino literal. El hijo de Saúl (Làszló Nemes, 2015) supone un nuevo hito en la representación del Holocausto tanto a nivel técnico como ideológico al representar de la forma más fidedigna a los sonderkommandos –prisioneros judíos que se encargaban de las actividades más sucias e inhumanas en las cámaras de gas y los hornos crematorios-, que aquí no son investidos de heroicidad como en la entrega de Lanzmann, sino mostrados como colaboradores forzosos inmersos en una zona gris ontológica. La película de Nemes semeja un trasunto de la experiencia de Primo Levi, quien recuerda en Los hundidos y los salvados: “los primeros días de Lager han quedado grabados en forma de película desenfocada y frenética, llena de ruido y de furia, y carente de significado: un ajetreo de personajes sin nombre ni rostro sumergidos en un continuo y ensordecedor ruido de fondo del que no afloraba palabra humana”[1]; pero también de las ideas de Semprún –que fue prisionero político en Buchenwald- en La escritura o la vida acerca de que la película más valiosa para representar el campo de concentración sería aquella que trabajara en su misma materialidad fílmica. Nemes muestra un espacio fílmico casi orgánico, una atmósfera irrespirable por la estrechez del formato, el desenfoque del fondo, la inestabilidad de las imágenes de la cámara al hombro, y la cacofonía infernal de la banda de sonido, que imprime un ritmo de fábrica capitalista a esa industria de la muerte que fue los campos de exterminio. Y en este encuadre restringido, donde adquiere gran importancia el fuera de campo como espacio del horror irrepresentable, el espectador se encuentra sin el escape moral de la empatía, ni siquiera podemos ocupar la mirada omnisciente del verdugo (recursos ambos usados por Spielberg), no nos queda más que reconstruir mentalmente todo aquello que permanece en ese agujero obsceno, fuera de escena.

En el amplio debate abierto sobre si el Holocausto como Mal radical es o no representable y sobre la moralidad o inmoralidad de su representación, somos de la opinión de que siempre que no se caiga en la banalización del mal que denunciaba Hannah Arendt, la peor deformación de la memoria de un crimen es su supresión de la memoria colectiva. No en vano, algunas de las películas analizadas se basan en los escritos y fotografías que los sonderkommandos dejaron escondidos en campos como el de Auschwitz, ya que eran sabedores de que los nazis querían borrar cualquier huella de la barbarie. Por eso es tan importante la re-creación de la memoria, no sólo como tantas veces se apunta, para que hechos como este no caigan en el olvido y no se vuelvan a repetir, también porque es importante restituir a las víctimas dentro del orden simbólico y de la trascendencia que les fueron negados.

NOTAS AL PIE

[1] Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnik, Barcelona, 1989, p. 81.

 

Fotografía de la cabecera: corresponde al negativo número 282, autor anónimo (miembro del Sonderkommando de Auschwitz), Mujeres empujadas hacia la cámara de gas del crematorio V de Auschwitz. Fechada  en agosto de 1944, Oswiecim, Museo del Estado de Auschwitz- Birkenau ©. 

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