¿Qué base teórica está detrás del objeto fetichista en la historia del arte moderno y contemporáneo?

De un lado, Salvador Dalí. Firme, indecoroso y agresivo (muy agresivo). De otro, Keith Moxey, académico, crítico, punzante. Más de medio siglo separan sus pensamientos aunque ambos siguen más vivos y vigentes que nunca. Dalí[1], esgrimiendo un discurso contra los críticos -y las autoridades que rigen el arte occidental en general- habla sobre la fealdad impuesta en los trabajos artísticos del momento que, curiosamente, están más apegados a un clasicismo soterrado imperante o, más a bien, a conductas clasicistas. Moxey[2]-que critica a las instituciones del canon occidental desde lo meramente institucional y con un tono sospechosamente paternalista- arremete contra la concepción totalizadora del arte occidental; esto es, medir con la vara occidental a objetos artísticos que no son arte propiamente. Además, enuncia el pensamiento de varios autores en relación a la consideración del valor estético únicamente a partir de su mercantilización, o lo que es lo mismo, de su puesta en valor en el mercado del arte. Moxey se postula así ante los Estudios Visuales y lo que representan.

Ambas consideraciones aunque a priori se dirijan a distintos derroteros llevan a una misma dirección: la negación/exaltación del encumbramiento del objeto como trabajo artístico (entendido como fetiche), la manera en la que se obvia al espectador de las obras o solo se habla de él de puntillas y que, le pese a quien le pese, todas las obras son hijas de su contexto. Pero pongámonos en situación.

Salvador Dalí, años 50, varias décadas pasadas de la etapa dorada del surrealismo: diversos manifiestos bretonianos, cadáveres exquisitos mediante, dogmas comunistas, conflictos mundiales y purgas varias; Dalí, el artista que proporcionó al grupo surrealista europeo uno de sus métodos clave -a saber, método paranoico crítico– había sido expulsado hace años por el líder André Bretón, a consecuencia de El enigma de Guillermo Tell. Sin embargo, Dalí, aún seguía en el mundo -y lo que era más importante para él, en el mercado- del arte. En el contexto sociohistórico de Los cornudos del viejo arte moderno, tras dos guerras mundiales a sus espaldas, el orbe dividía su influencia -y su pensamiento- en comunismo-leninismo y modernidad-democracia, y este último parecía dominar el panorama. La democracia, abanderada y representada por la sociedad e instituciones estadounidenses dirigían la cultura y el arte hacia un único camino: el expresionismo abstracto y el apego al clasicismo tardío, con todo lo que esto conlleva. Dentro de tales instituciones, las figuras dedicadas a encumbrar o tirar por tierra las obras de turno -véase Clement Greenberg-, a los que Dalí denomina críticos ditirámbicos, condenaban cualquier corriente con el más mínimo tufo comunista, lo que incluía, claro está[3], al surrealismo que él representaba. Pero vayamos un poco más lejos. En ese momento Dalí ya había investigado el objeto como obra artística, a partir de los profusas raíces dadaístas-duchampianas de principios de siglo. En trabajos como Objeto surrealista de funcionamiento simbólico (1932), el artista español ya indagaba en el inconsciente -tanto propio como del espectador- en un intento de revelación de los deseos más soterrados en la superficialidad de lo cotidiano[4], tendiendo una mano al espectador que sería difícil de soltar en el devenir de los tiempos. Esto es, modernidad pura y dura que, como tal, quedaba fuera de los halagos de dichos críticos ditirámbicos. Es decir, dentro de la búsqueda de esa pureza artística en la que tales críticos encumbraban tanto a William-Adolphe Bouguereau como a Jackson Pollock -dependiendo, obviamente, de si eran europeos o estadounidenses-, la obra de Dalí -y la de tantos otros- no entraba en el canon. Citando directamente a uno de los críticos de los que habla Dalí en su texto: Si no diese a sus cuadros esos títulos tan extravagantes, no merecería la pena ocuparse de la pintura del señor Dalí (el crítico del New York Times). 

Jeff Koons, “Jeff and Ilona (Made in Heaven)”, 1990. Maderas policromadas. Ludwing Forum. Aachen ©Alain Rézette

Salvador Dalí, años 50, queda al margen de toda modernidad. Jeff Koons, años 90, epítome de la modernidad y de todo lo que esta representa. A través de obras como Jeff and Ilona (Made in Heaven) (1990), Koons se adentra en la escena más pop-kitsch del arte contemporáneo, alejándose de los cánones puramente clasicistas para ofrecer al público objetos de consumo fetichista en forma de obras de arte de costos millonarios: un autrorretrato escultórico -y erótico- junto a Cicciolina. Este camino fetichista objetual de la obra de Koons seguirá la misma línea con obras posteriores como Balloon Dog (1994-2000) o Niágara (2000). Esto es, -retomando el discurso de Moxey- el horizonte del arte moderno se nos muestra en el valor como mercancía que la obra pertinente adquiera en el mercado. Así, aunque las palabras que Dalí pronunciara en los años 50 no han envejecido tan bien como él mismo esperaba, su pensamiento se ha dado la vuelta en pos del múltiple escenario en el que el arte contemporáneo actúa hoy día. La línea temporal que une a Dalí con Moxey comienza a ser más que un esbozo.

Continuando con el texto de Moxey, entrevemos que según este la globalización es puramente nefasta para el arte, ya que contribuye a la homogeneización cultural, teniendo como una de sus consecuencias directas la museización[5] a la manera occidental de objetos que no son artísticos[6]. En relación a estos estudios visuales a los que alude Moxey se refieren numerosos autores como el historiador del arte Matthew Rampley que en La amenaza fantasma: ¿la cultura visual como fin de la historia del arte? (2005). En este artículo, Rampley postula la teoría de que esa cultura visual nace como pura reacción a los críticos y defensores del modernismo como C. Greenberg. De nuevo, la figura del crítico puesta en entredicho.

Jeff Koons, "Niagara”, 2000. Óleo sobre lienzo. 304.8 x 426.7 cm. Solomon R. Guggenheim Museum, New York Commissioned by Deutsche Bank AG in consultation with the Solomon R. Guggenheim Foundation for the Deutsche Guggenheim, Berlin. © Jeff Koons.

Sin embargo, ¿qué une los trabajos de Salvador Dalí y Jeff Koons? ¿Qué simbolizan los objetos dentro del panorama de la historia del arte, y más concretamente, del arte contemporáneo? ¿Es acaso la globalización y el espíritu heredado surrealista -casi visionario- aquello que subyace bajo todos estos artistas tan diferentes entre sí? ¿Son todos estos trabajos artísticos hijos de la revolución artística encendida por la globalización y la modernidad? ¿Es tan solo el arte contemporáneo el resultado del fetiche cultural-objeto tan arraigado en Occidente?

Pero, comencemos por el principio. En Surrealismo y Revolución (1937) el poeta francés Antonin Artaud -componente en el grupo surrealista entre 1924-1926- habla abiertamente sobre la orientación política del grupo surrealista, desligándose de cualquier movimiento social: Esa revuelta en busca del conocimiento que la revolución surrealista pretendía hacer no tenía nada que ver con una revolución revolución que pretende conocer al hombre y lo hace prisionero dentro de los límites de sus más groseras necesidades. El punto de vista del surrealismo y el del marxismo eran inconciliables[7].

Tales palabras, a diferencia de lo que años más tarde, propugnaría el mismísimo A. Bretón en el Segundo Manifiesto Surrealista (1930) están lejos de la ligazón marxista-comunista que obligaría a todos los artistas del grupo surrealista a enrolarse a tal causa o a ser expulsados del grupo, tal y como se ha referenciado líneas atrás en lo que respecta a la salida del movimiento del artista catalán Salvador Dalí. Esto, nos lleva a pensar que dichas figuras -los críticos ditirámbicos- se movían dentro de lo puramente institucional-clasicista y que Dalí tenía parte de razón en sus venenosas y mordaces críticas. Pero para estos críticos, ¿quiénes simbolizan el verdadero arte de la nueva era aparte del ya nombrado William-Adolphe Bouguereau? Pablo Picasso, Piet Mondrian; a quienes Dalí responsabiliza de la fealdad del arte moderno, increpando directamente a Mondrian por ser considerado por las figuras institucionales como el súmmum de todas las actividades intelectuales, tal y como señala el propio artista en Los cornudos del viejo arte moderno. Esto, conecta directamente con Moxey, que habla de un concepto occidental del arte. Moxey en su artículo se refiere más a las instituciones y la cultura occidental en general como canon-conglomerado global pero se olvida de que la cultura visual se escapa a las etiquetas y a sus propias palabras, al igual que sucede con Dalí. De hecho, la contemplación del objeto artístico (en su doble acepción del término) para los surrealistas distaba de ser desinteresada[8] para ser desencadenante de una acción, tal y como diría A. Bretón en Situación surrealista del objeto. Situación del objeto surrealista (1935)[9]. Es más, en unas líneas más adelante habla de la desestabilización del concepto occidental del arte sin recordar que los surrealistas y los dadaístas ya lo habían hecho y que ese Kunst-und-Wunderkammer renacentista continúa a día de hoy cada vez que cuelgan determinadas obras en las paredes (blancas) de un museo.

Busto de mujer retrospectivo (1933), Salvador Dalí. Porcelana pintada, pan, maíz, plumas, papel pintado, abalorios, tintero, arena y dos plumas de escribir, 73,9 x 69,2 x 32 cm. Fetiche cuerpo-objeto. Jeff and Ilona (Made in Heaven), (1990), Jeff Koons: maderas policromadas. Fetiche cultural-objeto; Niagara (2000), Jeff Koons. Óleo sobre lienzo. 304.8 x 426.7 cm. Fetiche cultural-cuerpo-objeto. 

La producción de estos artistas tiene un hilo común directo: la museización o conversión en trabajo artístico de objetos cotidianos, que circunscribe de alguna manera el fetiche cultural-objeto al que se hacía alusión anteriormente. Este traslado de escenario del objeto de la esfera cotidiana a la esfera del museo que comienza con los dadaístas Marcel Duchamp y Man Ray hace que la relación con el espectador se esté trazando de manera directa y recíproca y no unilateral, contrariamente a lo que postula Moxey. La homogeneización cultural que denuncia Moxey existe pero -al igual que Dalí- comete un error: confundir el mercado del arte con el mundo del arte real. Ambos son feroces pero es el primero el que tiene la labor de encumbrar al artista del momento o hacer que desaparezca del panorama. Pero, ¿es acaso lo que más se vende fruto del artista más talentoso o simplemente fruto del mejor community manager? Sabemos que Dalí no hubiera necesitado community manager para vender su obra, a juzgar por el apodo de Avida Dollars que A. Bretón le puso al figuerense. Sin embargo, y pese al afán de fortuna y fama de Dalí, este no erraba en una cosa: en el poder de los críticos ditirámbicos, en lo fundamental del objeto-fetiche[10] en la cultura occidental, en la importancia que adquiría esto último en la conexión directa con el espectador[11] y en el mercado del arte como motor de una importante parcela del mismo. Moxey -sin saberlo- recogería su testigo décadas después en referencia a los estudios visuales. A través de sus palabras adivinamos que la figura del crítico ditirámbico sigue más viva que nunca[12], que la homogeneización cultural implantada por Occidente continúa al igual que el mercado del arte y que el espectador y su relación con la obra de arte ocupan un lugar fundamental en las discusiones de arte contemporáneo.

NOTAS AL PIE

[1] En Dalí, Salvador (1856). Los cornudos del viejo arte moderno. 

[2] En Moxey, “Estética de la Cultura visual en el momento de la globalización”, en José Luis Brea (ed.), Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización (2005)

[3] Teniendo en cuenta los acercamientos comunistas del grupo y la marcada doctrina comunista que Bretón quiso darle al grupo.

[4] Doblemente cotidiano, puesto que el ingenio de estos objetos residía en que eran artilugios reconocibles por el espectador, esto es, formaban parte de su vida y su imaginario: azúcar, un vaso, un zapato y una cuchara.

[5] Esto es, su colocación en paredes blancas -a la manera canónica del cubo blanco- con una cartela que señalice su autor, fecha y título, permitiendo así su identificación por parte del espectador que acuda al museo o institución donde esté la pieza en cuestión.

[6] Hecho realmente reseñable ya que la descontextualización de las obras de arte no solo se da en el arte que no es occidental sino en todo arte que se expone en un museo. ¿O es que acaso las celebérrimas pinturas negras de Goya se entienden mejor en el Museo del Prado y no en la Quinta del Sordo donde fueron concebidas y realizadas?

[7] Artaud, Antonin (1937). Surrealismo y revolución

[8] En palabras del propio Moxey en su artículo ya referido.

[9] Breton, A.: Situación surrealista del objeto. Situación del objeto surrealista. En Manifiestos del Surrealismo (1935). 

[10] Doblemente fetiche en el caso de Dalí: además del uso que se le da en la cultura occidental, el artista los utilizaba como expresión de sus deseos y pulmones sexuales, que habitan en el inconsciente humano.

[11] En referencia a artistas y movimientos como los performers o la Estética relacional teorizada por Nicolas Bourriaud.

[12] Lo que explica la fama y la cotización de artistas como el británico Damien Hirst.

 

Fotografía cabecera:  Busto de mujer retrospectivo (1933), Salvador Dalí.

©Salvador Dalí, Fundació Gala-Salvador Dalí, VEGAP, Figueres, 2019 © 2018. Digital image, The Museum of Modern Art, New York/Scala, Florence Estado actual. 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Publicaciones relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba