se ha desvirtuado hasta tal punto el proceso creativo a causa del mercado que, actualmente, solo nos limitamos a vomitar contenido
A día de hoy, en todas las sociedades avanzadas -por llamarlas de alguna manera- se profesa un culto exagerado al ajetreo. Vivimos en un bombardeo constante de estímulos, productos, cultura, gente, lugares. Estamos siempre en constante movimiento, constante cambio, en un no parar de actividades. Se nos ha olvidado el aburrirnos. Nos desquiciamos si a cada rato no tenemos algo estimulante que hacer. Se ha despreciado la pausa y el reposo, y junto a ellas se ha desvirtuado el proceso creativo.
Todo parte de la prisa y la agitación, se crean infinidad de productos -no obras- artísticos a medida de las necesidades del mercado: que no exija mucho esfuerzo y sea fácil de consumir. Ese mercado voraz y asolador que excluye a todo lo que no siga su ritmo. Se vomitan contenidos cuya principal característica es ser llamativos y pretender conectar emocionalmente de forma meramente superficial. Libros de poesía adolescente vacíos en los que importa más la estética o quién los ha escrito que su contenido y su forma. Novelas insustanciales de portadas coloridas para captar la atención de ese ojo ávido de entretenimiento sencillo.
El ablandamiento del público en el marco social actual ha traído consigo esta carencia de exigencias para el artista. Solo importa vender y no importa a costa de qué se consiga. Esto ha dado acceso a la literatura a individuos incapaces de realizar un trabajo desde la calma; no saben escribir y no pretenden más que lanzar un mensaje idealizado y nimio en el tema que hayan elegido maltratar.
El mercado y los avances tecnológicos han desvirtuado hasta tal punto nuestras vidas que se han llevado consigo la pureza de la creación literaria y, en general, de todas las artes. Es nuestro deber devolverle lo humano, la racionalidad; barrer todo artificio y construcción que el mercado ha impuesto en la producción artística. Es necesario reclamar la calma.